A continuación publicamos una traducción (cedida generosamente por la autora y por las compañeras de Mad in America Hipanohablante) de la presentación Mi cuerpo es una prisión de dolor, así es que quiero abandonarlo como una mística pero también lo quiero y quiero que importe políticamente, que Johanna Hedva realizó en octubre de 2015 en el Women’s Center for Creative Work at Human Resources de Los Ángeles, EE. UU. 
Apuntamos a profundizar la línea de reflexión que venimos proponiendo desde Ginecosofía a partir de nuestra publicación de Los diarios del cáncer, de Audre Lorde, sobre las enfermedades crónicas, la patologización y las dolencias históricamente feminizadas como punto de vista revelador y con una gran potencia de oportunidad para replantearnos nuestras condiciones de vida y nuestra idea de salud, lo cual tiene un valor inconmensurable en este presente histórico sin precedentes.
A fines de 2014, estaba enferma con una afección crónica que reaparece cada dieciocho meses más o menos y me deja durante unos cinco meses incapacitada para caminar, conducir, hacer mi trabajo, a veces hablar y salir de la cama. Esta crisis en particular coincidió con las manifestaciones del “Black Lives Matter” (“Las vidas negras importan”), a las que sin duda habría asistido si hubiera podido. Vivo a una manzana del Parque MacArthur, en un vecindario que históricamente ha estado habitado por inmigrantes latinos y que se conoce popularmente como el lugar donde los inmigrantes ilegales comienzan sus vidas estadounidenses. Así es que ese parque no, lógicamente, es uno de los lugares de protesta más activos de la ciudad.

Escuché el ruido de las manifestaciones entrando por mi ventana. Postrada en la cama, levanté mi puño de mujer enferma en solidaridad. Empecé a pensar qué modos de protesta están permitidos para las personas enfermas. Me pareció que muchas personas para las que era especialmente importante el “Black Lives Matter” podrían no estar presentes en las marchas porque estaban atadas por un trabajo, bajo la amenaza de ser despedidas si se manifestaban, o quizá literalmente encarceladas. O porque sentían miedo de la violencia y brutalidad policial, o a causa de una enfermedad o discapacidad, o porque estaban cuidando a alguien con una enfermedad o discapacidad.

Pensé en todos los otros cuerpos invisibles, con sus puños levantados, escondidos, sin posibilidad de ser vistos. Si tomamos la definición de “lo político” de Hannah Arendt –que todavía es una de las más usadas en el discurso dominante y que dice que cualquier acción que se realiza en público es política– entonces tendremos que hacernos cargo de las consecuencias de a quiénes excluye esa definición. Si estar presente en público es lo que se requiere para ser político, tendremos que considerar a-políticos a sectores enteros de la población simplemente porque no son físicamente capaces de sacar sus cuerpos a la calle.

En mi facultad, Arendt era una especie de diosa, así es que se me transmitió que su definición de lo político era radicalmente liberadora. Desde luego, puedo entender que lo fue, a su manera, en su momento (finales de los 50). Intentó eliminar de un tirón la necesidad de infraestructuras legales, de procesos democráticos de voto y de la dependencia de los individuos a quienes se les otorga el poder de influir en política. De todo eso que se supone que se requiere para que una acción sea considerada política y visible como tal. “No”, dijo Arendt. “Sólo saca tu cuerpo a la calle y bang: político.”

Sin embargo, hay dos errores en este planteamiento. El primero es su dependencia de lo “público”, que requiere de un “privado”, una oposición binaria entre el espacio visible y el invisible. Esto implica que lo que ocurre en el espacio privado no es político. Por ejemplo, se le puede pegar a una mujer en el espacio privado y eso no importa. Se pueden enviar correos electrónicos privados con insultos raciales, pero como “no están dirigidos al público”, de alguna manera no son racistas.

A Arendt le preocupaba que si todo es susceptible de ser considerado político, puede ocurrir que nada lo sea en realidad, motivo por el cual dividió los dos espacios. Pero en virtud de esta preocupación, eligió sacrificar a grupos enteros de personas, y de ese modo continuar desterrándolos a la invisibilidad y la irrelevancia política. Eligió mantenerlos fuera de la esfera pública. Obviamente, no soy la primera en llamar la atención sobre Arendt para explicar esto. El fallo de la política de Arendt fue señalado rápidamente por el feminismo de los años 60 y 70 y por el movimiento por los derechos civiles. “Lo personal es político” también puede leerse así: “Lo privado es político”. Porque, por supuesto, todo lo que haces en privado es político. Con quién tienes relaciones sexuales, cuánto tiempo duran tus duchas, si tienes acceso a agua limpia para poder ducharte…

Hay otro problema, también. Como Judith Butler dijo en su conferencia en REDCAT en 2015, Arendt no tuvo en cuenta a quiénes les está permitido estar en el espacio público, de quién es responsabilidad “lo público”. O, más específicamente, quién tiene el poder de determinar quién tiene acceso al espacio público. Butler dice que siempre hay algo incuestionable en una manifestación: que la Policía ya está allí o está a punto de venir.

Esto resuena con una fuerza aterradora al considerar el contexto del “Black Lives Matter”. La inevitabilidad de la violencia en una manifestación –especialmente en una manifestación que surgió para señalar la magnitud que tiene que algunos cuerpos sean violentamente maltratados, mientras que otros no– implica que una cantidad de gente no aparezca, porque no pueden. Si sumamos a esto las enfermedades físicas y psíquicas, y las discapacidades que obligan a algunas a estar en una cama en sus casas, resulta que muchas de las personas para quienes son estas protestas no pueden participar en ellas, lo que significa que no pueden ser visibles como activistas políticos.

Hubo un post de Tumblr que apareció en mi camino durante esas semanas de protesta, que decía algo así como: “Griten por todas las personas discapacitadas, enfermas, con estrés postraumático, ansiedad, etcétera, que no pueden protestar en las calles con nosotros esta noche. Sus voces son escuchadas y valoradas, y están con nosotros”. Corazón: repostear.

Así es que mientras estaba allí tumbada, incapaz de moverme, de sostener un cartel, gritar un lema que fuese escuchado o ser visible en mi capacidad de ser sujeto político, se generó la pregunta central de la Teoría de la Mujer Enferma: ¿Cómo se puede tirar un ladrillo contra el escaparate de un banco si no puedes salir de la cama?

Ahora viene la parte más difícil.

Soy una spoonie, que quiere decir que tengo una enfermedad crónica. Para quienes no sepan qué significa una enfermedad crónica, déjenme que les ayude un poco. La palabra “crónica” viene del latín chronos, que significa “relativo al tiempo”. Piensen en “cronología”: concretamente, quiere decir “para toda la vida”. Por lo tanto, una enfermedad crónica es una enfermedad que dura toda la vida. En otras palabras, no mejora. No hay cura. Piensen en el peso del tiempo. Sí, eso significa que lo sientes todos los días.

El término spoonie proviene de un texto de internet titulado La teoría de las cucharas (cuchara en inglés = spoon), de Christine Miserandino. A ella se le ocurrió un modo de explicarles cómo se siente y se vive una enfermedad crónica a las personas que no la tienen. Propuso la analogía de las cucharas como una forma de marcar una unidad de energía. Cada tarea que haces todos los días supone una cuchara. Salir de la cama, cocinarte algo, vestirte, contestar un correo electrónico, todo eso te cuesta una cuchara. Las personas que no padecen una enfermedad crónica sienten que tienen un suministro casi infinito de energía. Pueden gastar cuchara tras cuchara, sin consecuencias. Pero las spoonies tenemos que racionar nuestras cucharas. Tenemos un suministro limitado. A menudo nos quedamos sin ninguna antes del almuerzo.

Déjenme explicar la enfermedad crónica de otra manera. Cito a Ann Cvetkovich, que escribe: “¿Qué pasaría si la depresión –al menos en las américas– pudiera remontarse a las historias de colonialismo, genocidio, esclavitud, exclusión legal, segregación y aislamiento cotidianos que están presentes en todas nuestras vidas, en lugar de ser desequilibrios bioquímicos?”. Me gustaría cambiar la palabra “depresión” por cualquier enfermedad crónica.

La Teoría de la Mujer Enferma asume esa pregunta como cierta.

Antes de adentrarme en las implicaciones que tiene esto, quisiera detenerme un momento para reconocer que las spoonies que han venido aquí esta noche han tenido que guardar sus cucharas de todo el día para hacerlo, quizá las de toda la semana. No han hecho ciertas tareas, han pospuesto recados, se han abastecido de antiinflamatorios y otros medicamentos, suplementos, vitaminas, y probablemente paguen el precio de sentarse aquí sintiendo dolor en los próximos días. Lo han hecho para tener suficiente energía para conducir hasta aquí, aparcar, caminar, sentarse, escuchar, prestar atención, luego caminar hasta su coche y conducir hasta su casa. Quiero hacer un reconocimiento a que, mientras estoy hablando, sus cuerpos se sienten incómodos, doloridos y con problemas, simplemente porque están aquí. Quiero darles las gracias por su resiliencia y reconocer el valor de su presencia.

No pretendo hacer un concurso de sufrimiento o construir una jerarquía de quién lo tiene mejor o peor en la vida. Simplemente me gustaría pedirles que intenten situarse en nuestros cuerpos esta noche. Voy a intentar algo para que todos podamos encontrarnos en el terreno común de la sensación somática, para que compartamos la experiencia física. 

Algunas amigas y colaboradoras van a repartir ahora unas piedras pequeñas. Les pido a aquellas personas que no tengan enfermedades crónicas, dolor, lesiones, discapacidad o traumas pasados ​​que tomen una piedra y se la pongan en el zapato. Por favor, manténganla ahí mientras dure la charla. También voy a pedirles que tomen una piedra si no proceden de un pueblo colonizado, desplazado u oprimido, si no vienen de una historia de trauma político, cultural o racial. Si no vienen de nada de esto, tomen una piedra. Si están viendo esta charla en streaming y esto les aplica, pueden tomar algo que tengan cerca y que pueda funcionar a modo de sustituto de la piedra.

Es importante para mí ahora, que les estoy pidiendo que hagan esto, decirles que soy una persona que parece blanca, y que estoy usando este privilegio para criticar la supremacía blanca de los blancos que estàn aquí. La investigación ha demostrado que los blancos escuchan más a otras personas blancas hablando de raza que a personas de color. Así es que mírenme y escúchenme, personas blancas.

Déjenme decirles, también, que no necesitan mi aprobación, la de un médico o la de cualquier otra persona para saber si tienen dolor, trauma o enfermedad crónica. Conocen su cuerpo mejor que nadie. Saben mejor que nadie si ya están sintiendo el peso de la piedra. 

Este ritual es un gesto para crear una comunidad entre nuestros cuerpos. Les pido a quienes tengan piedras en sus zapatos que noten la incomodidad que causan. Dense cuenta de que no desaparece. Observen cómo a pesar de que puedan distraerse de vez en cuando, la sensación regresa y vuelve a llamar su atención. Observen cómo su cuerpo se mueve alrededor de ella, tratando de adaptarse. Reconozcamos que esta sala y este mundo están llenos de personas cuyos cuerpos se sienten siempre de esta manera, sin piedras literales. ¿Tienen todos su piedra? ¿Su piedra física o figurativa?

Un buen amigo y mentor me dijo una vez que cuanto más personal consigas que sea algo, más resonancia universal tendrá. Otro mentor me sugirió para la charla de esta noche que debería profundizar todo lo que pudiera en la vulnerabilidad de mi yo. No es una tarea sencilla. Pero, siguiendo sus consejos, voy a profundizar y hablar abiertamente de mi situación, para que puedan saber de dónde vengo.

No estoy de acuerdo con la idea de que el complejo industrial de seguros médicos occidentales me puede entender en mi totalidad, aunque crean que lo hacen. Me han etiquetado con muchas palabras a lo largo de los años y, aunque algunas de ellas me han proporcionado una articulación que ha sido útil, me gustaría proponer otros modos de entender mi experiencia.

Quizás todo se puede explicar por el hecho de que tengo la Luna en Cáncer, en la octava casa. O porque la madre de mi padre huyó de Corea del Norte en su infancia y ocultó este hecho a nuestra familia hasta hace unos pocos años, cuando se le escapó accidentalmente, y luego lo negó violentamente. O porque mi madre padece una enfermedad mental que fue negada activamente por su familia, y que luego se vio agravada por una adicción a las drogas durante cuarenta años y hasta el día de hoy permanece sin diagnosticar mientras entra y sale de cárceles, casas ocupadas y de estar viviendo en la calle. O porque fui agredida física y emocionalmente cuando era niña, criada en un entorno de pobreza, adicción, abuso y violencia, y estuve alejada de mis padres durante trece años. Quizás todo se puede resumir en la palabra “trauma”. O tal vez soy simplemente más vulnerable de lo normal. Más sensible de lo que se considera “funcional”. Quizás sólo es que soy débil y he tenido mala suerte. 

Creo que es importante que comparta la terminología médica occidental con ustedes, con la esperanza de que pueda proporcionar un vocabulario común para que podamos entendernos mejor. Pero permítanme decirles antes que en lengua nativo-americana Cree, el sustantivo posesivo y el verbo de una oración están estructurados de manera diferente que en inglés. En Cree uno no dice “estoy enfermo” sino “La enfermedad ha llegado a mí”. Me encanta. Aquí va lo que ha llegado a mí: 

Endometriosis, una enfermedad en la que el revestimiento uterino crece donde no debería. En el área pélvica, principalmente, pero también en cualquier otra parte: las piernas, el abdomen, incluso la cabeza. Puede causar dolor crónico, unas hemorragias épicas y monstruosas, y me ha implicado un aborto y la imposibilidad de tener hijos. Cuando una vez le expliqué la enfermedad a un amigo que no sabía nada al respecto, dijo: “¡Así que todo tu cuerpo es un útero!”. Es una forma de verlo, sí. Y pueden imaginar lo que los antiguos médicos griegos varones dijeron al respecto. Supone también que todos los meses, esas células uterinas independientes que se han implantado en todo mi cuerpo, “obedecen a su naturaleza y sangran”, para citar a la compañera “endo-warrior” Hilary Mantel. Esto causa quistes que en ocasiones explotan, dejando haces de tejido muerto como restos de pequeñas bombas.

El trastorno bipolar tipo I, el trastorno de pánico y el trastorno de despersonalización también han llegado a mí. Esto significa que vivo entre este mundo y otro, uno creado por mi propio cerebro una vez que dejó de estar contenido en un concepto acotado del “yo”. Gracias a ellos, tengo acceso a increíbles emociones extremas y paisajes oníricos, a la sensación de que mi identidad se ha diseminado en estrellas, de que me he transformado en la nada, así como a éxtasis intensos, ausencias, penas y alucinaciones de pesadilla. He sido hospitalizada voluntaria e involuntariamente por esta causa. Y uno de los medicamentos que me recetaron una vez casi me mata. Produce un raro efecto secundario por el que la piel se cae. Otro medicamento que me recetaron cuesta 800 dólares al mes. Lo pude tomar porque mi médico me dio muestras gratis.

Crisis nerviosas, o como quieran llamarlas, han venido a mí tres veces en mi vida, y estoy segura de que volverán. Los intentos de suicidio han venido a mí más de una docena de veces, el primero cuando tenía 9 años.

Por último, una enfermedad del sistema inmune, que todavía desconcierta a todos los médicos que me han visto, ha venido a mí, aunque se niegue a ser nombrada. Mi médico quiere hacerme pruebas de fibromialgia, que vea a un especialista, etc., pero mi seguro no las cubre. Las enfermedades autoinmunes provocan una fatiga inimaginable, susceptibilidad a enfermedades, dolor en todas partes, etc. Pero el peor síntoma que la mía me trae es un herpes zóster crónico. Durante diez años he tenido culebrillas en el mismo lugar de la espalda, por lo que ahora tengo dañados los nervios que hay ahí, lo que se traduce en un incesante dolor agudo en la piel y un sordo dolor ardiente en los huesos. Si no tomo medicación diaria, tengo un herpes una vez al mes, que me dura unas tres semanas. Mi acupunturista lo describe como “un pequeño demonio que expulsa humo negro y espuma, acurrucado entre mis huesos”.

Con todos estos visitantes comencé a escribir la Teoría de la Mujer Enferma como una forma de sobrevivir. La Teoría de la Mujer Enferma es para quienes se enfrentan a su vulnerabilidad y a su insoportable fragilidad cada día. Para aquellas personas que, en palabras de Audre Lorde, no fueron pensadas para sobrevivir. Porque este mundo fue construido en contra de su supervivencia. Es para mis compañeros spoonies. Ustedes saben quiénes son, incluso aunque no hayan recibido ningún diagnóstico.

Uno de los objetivos de la Teoría de la Mujer Enferma es oponerse a la idea de que una institución tiene que legitimarnos para, de este modo, intentar arreglarnos. No necesitan ser arregladas, reinas. Es el mundo el que necesita ser arreglado.

La Teoría de la Mujer Enferma es para ustedes, valientes, feroces e indomables spoonies, en reconocimiento, en solidaridad. Y, aunque soy pacifista, la ofrezco como una llamada a las armas. Espero que mis ideas puedan proporcionar articulación y resonancia, así como herramientas de supervivencia y resiliencia. Y para aquellos de ustedes que no padecen enfermedades crónicas, discapacidades o traumas, la Teoría de la Mujer Enferma sólo les pide que amplíen su empatía en este sentido. Para tomarnos en cuenta, para escucharnos. No somos invisibles y aún no estamos muertas, y gracias a dios yo ni siquiera estoy haciendo un calentamiento para eso.

Así que esto es lo que es.

La Teoría de la Mujer Enferma es una forma de manifestación política, que está internalizada, encarnada y, sin duda, sufriente. Habla de una existencia que resiste frente a la destrucción certera e inevitable, pero también redefine la existencia misma como algo que es primariamente y siempre vulnerable. Insiste en que un cuerpo no está temporalmente afectado por la vulnerabilidad, sino que se define por ella. Y en que, por tanto, necesitamos remodelar el mundo en torno a este hecho. La Teoría de la Mujer Enferma hace hincapié en que el cuerpo y la mente son sensibles y reactivos a los regímenes de opresión, en particular a nuestro régimen actual de cis-hetero-patriarcado neoliberal, supremacista blanco, imperial-capitalista; en que nuestros cuerpos y mentes arrastran el trauma que esto supone. Porque es el propio mundo el que nos está enfermando y manteniéndonos enfermos.

Tomar el término “mujer” como el tema central de este trabajo es un posicionamiento estratégico que lo atraviesa todo. Aunque la identidad de “mujer” ha borrado y excluido a muchas, especialmente a las mujeres de color y a las personas transgénero y de género fluido, lo elijo porque todavía representa lo abandonado, lo secundario, lo oprimido y lo no-, lo a-, lo menos-que, lo todavía no, lo particular más que lo universal. Lo problemático de este término siempre merecerá una crítica, y espero que la Teoría de la Mujer Enferma pueda contribuir a su manera a superar esta situación. Pero, sobre todo, quise utilizar la palabra “mujer” porque he comprobado este mismo año cómo todavía puede ser radical ser una mujer en el siglo XXI. La uso para honrar a una amiga muy querida que se declaró de género fluido el año pasado. Para ella, lo que más importaba era ser capaz de llamarse “mujer”. Le gustaba su cuerpo y no quería cambiárselo. No quería cirugía ni hormonas. Sólo deseaba la palabra. Porque el uso de una palabra puede empoderar es por lo que nombré así a la Teoría de la Mujer Enferma.

Mujer enferma es una identidad y un cuerpo que puede pertenecer a cualquiera a quien se le haya negado el privilegio de la existencia (o se le haya prometido con un optimismo cruel una existencia así) de los hombres blancos, heterosexuales, sanos, neurotípicos, de clase media-alta, cis y capaces, que viven en países ricos, que nunca han tenido un seguro de salud, y cuya importancia para la sociedad es reconocida y explícita por esa misma sociedad, cuya importancia y cuidado dominan esa sociedad, silenciando a todos los demás y a expensas de ellos.

Mujer enferma es cualquiera que no tenga esa garantía de cuidado. A la mujer enferma se le dice que para esta sociedad, su cuidado, e incluso su supervivencia, no importan.

Las mujeres enfermas son todos cuerpos disfuncionales, peligrosos y en peligro, que se han portado mal, son locos, incurables, traumatizados, desordenados, enfermos, crónicos, imposibles de asegurar, miserables, indeseables, disfuncionales en su conjunto, que pertenecen a mujeres, personas de color, pobres, enfermos, personas neuroatípicas, de capacidades diferentes, queer, trans y de género fluido, que históricamente han sido patologizadas, hospitalizadas, institucionalizadas, violentadas, consideradas inmanejables y, por lo tanto, culturalmente ilegítimas y políticamente invisibles. 

Mujer enferma es una mujer trans negra que tiene ataques de pánico mientras usa un baño público, con miedo de la violencia que la aguarda. Mujer enferma es la hija de unos padres cuyas historias indígenas han sido borradas, que sufre el trauma de generaciones de colonización y violencia. Mujer enferma es una persona sin hogar con cualquier tipo de enfermedad y sin derecho a tratamiento, cuyo único acceso a la atención en salud mental es una estancia de 72 horas en el hospital del condado.

Mujer enferma es una mujer negra mentalmente enferma cuya familia llamó a la Policía para pedir ayuda porque estaba sufriendo un episodio, que fue asesinada bajo custodia policial y cuya historia fue negada por todos los que operan bajo la supremacía blanca. Su nombre es Tanesha Anderson.

Mujer enferma es un hombre gay de 50 años que fue violado cuando era adolescente y ha permanecido callado y avergonzado, creyendo que los hombres no pueden ser violados.

Mujer enferma es una persona discapacitada que no pudo ir a una conferencia sobre los derechos de las personas con discapacidad porque se organizó en un lugar no accesible.

Mujer enferma es una mujer blanca con una enfermedad crónica enraizada en un trauma sexual que debe tomar analgésicos para levantarse de la cama.

Mujer enferma es un hombre heterosexual con depresión que ha sido medicado desde la adolescencia y ahora tiene dificultades para trabajar las 60 horas semanales que su trabajo exige.

Mujer enferma es alguien diagnosticado con una enfermedad crónica, cuyos familiares y amigos continuamente le dicen que debería hacer más ejercicio.

Mujer enferma es una mujer queer de color cuyo activismo, intelecto, ira y depresión son vistos por la sociedad blanca como atributos indeseables de su personalidad.

Mujer enferma es un hombre negro asesinado bajo custodia policial, del que oficialmente se dice que se rompió la espina dorsal. Su nombre es Freddie Gray.

Mujer enferma es una veterana que sufre trastorno de estrés postraumático y que está durante meses en la lista de espera para ser atendida por un médico del Ejército. Mujer enferma es una madre soltera, inmigrante ilegal, que alterna tres trabajos para dar de comer a su familia y que siente que cada vez es más difícil respirar.

Etcétera, etcétera.

En la Teoría de la Mujer Enferma, el binarismo que ha de ser abolido es el de “enfermo” y “bien”. La enfermedad, tal como se contempla en el discurso actual, está definida por la máxima capitalista de ser incapaz de trabajar. Un cuerpo enfermo es un cuerpo que no puede trabajar. Si no puedes funcionar en la sociedad en términos de empleo, dinero, valor y producción, entonces estás enfermo. Tu cuerpo no funciona bien.

La Teoría Crip explica cómo aplica esta definición para el término “discapacidad”, que es un cuerpo sin la capacidad de ser vendido para el trabajo. A la inversa, estar bien o mejorar equivale a poder ir a trabajar. Volver a trabajar. Bajo las condiciones del capitalismo, se nos enseña que enfermar es algo raro. Piensen en la famosa definición de Susan Sontag que abre La enfermedad como metáfora (Farrar, Straus & Giroux, 1978): “La enfermedad es el lado nocturno de la vida. Todos los que nacen tienen doble ciudadanía, en el reino del pozo y en el reino de los enfermos. Aunque todos preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano, cada uno de nosotros está obligado, al menos durante un tiempo de encantamiento, a identificarnos como ciudadanos de ese otro lugar”. “Ese otro lugar…”, “el lado nocturno de la vida…”, “al menos por un tiempo de encantamiento…”, dijo Sontag.

Que nos lo digan a quienes tenemos capacidades diferentes o que padecemos enfermedades crónicas o terminales, condiciones que nunca sanarán, mejorarán ni curarán. ¿Qué hace uno con la noticia de que nunca desaparecerá? De que en algunos casos, sólo empeorará. De hecho, a muchas de nosotras nos han dicho que nuestras enfermedades nos matarán algún día antes de que alguna otra cosa lo haga. Que nuestros cuerpos se volverán contra nosotros.

Cuando tu propia fragilidad, tu propia vulnerabilidad a la destrucción y tu propia muerte están a tu alrededor y dentro de ti –constantemente, somáticamente–, y luego son reforzadas por el mundo exterior –que te dice que no sólo no hay cura sino que también este mundo perpetuará tu sufrimiento–, quisiera saber qué demonios significa “estar mejor”.

Cuando comencé a hablar de mis enfermedades entre amigos, noté algunas reacciones comunes. En primer lugar, mucha gente me dice que esperan que mejore pronto. Algunos incluso me ordenan hacerlo. Firman sus correos electrónicos con un “Que estés bien” [Nota de Ginecosofía: en inglés, se dice “Be well”, que suena más imperativo, como una orden: “Estate bien”]. Siempre he leído esto como una amenaza agresiva. Será mejor que estés bien, o de lo contrario…¿O de lo contrario qué? Pobreza, estigmatización, patologización, victimización, irrelevancia, extinción.

Además, “que estés bien” implica que yo tengo control sobre el asunto, que soy yo quien decide sobre mi bienestar, y que tal vez me he olvidado de estarlo. “Sabía que había algo que tenía que hacer hoy. ¡Oh, es cierto!. Estar bien”. Por supuesto no puedo culpar a estos amigos bienintencionados que esperan que esté mejor pronto. Simplemente están repitiendo el discurso de bienestar del capitalismo racial. No han entendido qué significa la palabra “crónica”. Recuerden: significa “para toda la vida”, por lo que no existe un “que te mejores pronto”.

Además, muchos me hablan sobre la sanación. Tienen mucho que decir sobre mi papel en mi propia curación. Lo describen como una especie de ejercicio, como si tuviese que apuntarme a un curso. Me hablan de lo que aprendería de ello. Me hablan sobre “mi viaje”. Se comportan como adivinadores del futuro. Saben que voy a curarme y muy pronto, sin duda, porque me lo merezco. Que me merezco curarme. ¿Significa eso que hay algunas personas que no lo merecen?

Sobre todo, subrayan la importancia de una actitud proactiva en mi curación, que depende de mí. Que podría hacerlo posible, podría curarme sólo con decidirlo. Y, por supuesto, esto implica algún tipo de terapia carísima o producto que tendría que comprar, que por supuesto no podría permitirme. Recibo bonos de alimentos, ayuda estatal y tengo Medi-Cal (seguro social de salud), y puedo asegurarles que cosas como el agua patrocinada por un gurú, energéticamente purificada (algo que alguien me sugirió) son cosas imposibles para cualquier persona con mi nivel de ingresos y, de hecho, para muchas personas en todo el mundo que viven en países en los que, por ejemplo, no tienen acceso a agua potable.

Por decirlo de un modo suave, estoy en contra de estas propuestas y del discurso que difunden. Cuando creemos que nuestra enfermedad pasará pronto, y que tendremos más opciones cuando estemos mejor, y que eso sólo depende de nosotras mismas, la explotación que el capitalismo requiere de sus cuerpos de trabajo se perpetúa. La insistencia en el poder del individuo para curarse a sí mismo es una idea neoliberal y de la supremacía blanca que huele a privilegios de la clase media y alta, un lavado de cerebro. Te separa violentamente de una comunidad de apoyo. Te hace creer que puedes y deberías hacer esto sola, que deberías poder pagarlo, y que cualquier infraestructura de cuidado que necesites son “artículos de lujo” que sólo pueden “garantizárseles” a quienes los merecen. Apunta a que tú eres responsable de tu propia situación, a que no es el resultado de un mundo inhabitable, de generaciones de desigualdad, brutalidad, racismo, sexismo, homofobia, transfobia, incapacidad, clasismo y trauma patriarcal, por nombrar sólo algunos.

Otra vez cito a Cvetkovich: “La mayor parte de la literatura médica tiende a suponer un sujeto blanco y de clase media para el que sentirse mal es un misterio, porque no se ajusta a una vida en la que el privilegio y la comodidad hacen que las cosas estén aparentemente bien”. En otras palabras, el bienestar del que se habla hoy en Estados Unidos es una idea blanca y rica. Supone que el sujeto del bienestar puede permitirse tales medicamentos. Supone que este sujeto puede y debe ser curado. Y presume que este sujeto vive en un mundo donde cabe esperar pedir ayuda a la Policía y obtenerla, por decir algo.

Además, la noción de “mejorar” es insidiosamente conservadora. Mejorar es volver a un estado normal percibido de comodidad y facilidad en la vida. La institución médica capitalista comercializa la salud como una forma eugenésica y correctiva de volver al modo en que eran o se supone que deberían ser las cosas. Las implicancias del bienestar y la curación dentro del complejo industrial de seguros médicos mantienen una idea tradicionalista de salud, pero ¿a expensas de quién?

En todas las aristas de nuestro discurso sobre la enfermedad, el trauma, el duelo y el dolor está la idea de seguir adelante y superarlo. Volver al trabajo es lo que mantiene en marcha el patriarcado capitalista, por lo que el silencio, la negación y la eliminación son necesarios. A lo sumo, podemos mostrarnos entre nosotros nuestras cicatrices y tal vez, si el espacio es seguro, contarnos las historias que hay detrás de ellas. La premisa es que una vez que nos hayamos curado, todos tendremos cicatrices que mostrar, evidencia pasiva de nuestro trauma.

Quiero exponer ahora la idea de los callos como analogía del trauma, no las cicatrices, y aquí quiero agradecer a Chandler McWilliams (que está aquí esta noche) por sugerirme esto, entre todos los interminables apoyos que me ha dado como uno de mis mejores amigos y mentores. La cicatriz es una marca superficial que muestra que algo pasó debajo de ella, pero que es algo que ya ha ocurrido y está superado. Un callo es algo que se genera para proteger la parte del cuerpo que está siendo usada y que continúa siendo usada. Que no ha terminado, que no termina. Y lo más increíble de los callos es que hacen más fácil la tarea. Cualquier persona que toca un instrumento o utiliza una herramienta, o baila, sabe que una vez que el callo se ha generado, el trabajo se hace más fácil. Entre tus colegas, los callos son reconocidos como signos de arduo trabajo, y se pueden admirar y apreciar las callosidades de los demás.

Además, a veces los callos pueden estallar, y luego tienes que empezar de cero para reconstruirlos. Para mí, hay mucha poesía en esta imagen acerca de cómo funciona la curación: de un modo cíclico, continuo y cotidiano. Quiero proponer los callos para pensar en la enfermedad y el trauma, porque permiten que –en lugar de rechazar estas experiencias, seguir adelante y superarlas, silenciarlas y pensar en ellas como algo que va a terminar y que debería hacerlo–  las incorporemos en nuestra experiencia cotidiana, vivida, encarnada y acumulada.

Con esto en mente, quiero proponer que pensemos en la resistencia y la resiliencia que hay en el acto de afrontar. Para mí, la noción de curación viene envuelta de implicancia de que algún día se acabará. Sólo tengo que atravesar el proceso de curación, y entonces la vida real comenzará. En ese momento, seré libre.

Pero… ¿y si nunca se da el caso? ¿Qué pasa si me acompaña toda mi vida? ¿Qué pasa si siento este dolor para siempre? ¿Qué pasa si nunca supero el abuso, el trauma? ¿Qué pasa si siempre tengo que tomar este medicamento, ir al médico, ir al baño con ayuda, pasar parte de mi vida en el hospital? ¿Qué pasa si nunca puedo pagar las terapias que venden bienestar por equis cantidad de dólares? ¿Qué pasa si nací en un país devastado por la globalización y las guerras imperiales y vivo aquí toda mi vida? ¿Qué pasa si siento siempre el trauma de mis antepasados colonizados? ¿Qué pasa si la violencia contra mi gente continúa? ¿Qué pasa si los ciudadanos negros desarmados siguen recibiendo disparos en la calle?

¿Qué pasa?

Este mandato neoliberal de estar bien, de sanarte a ti mismo, nos tiene a todos dando tumbos en solitario, pensando que si hacemos esto o aquello o, lo que es más importante, compramos esto o aquello, entonces y sólo entonces podremos por fin estar bien. Quiero sugerir que, en lugar de eso, el acto de afrontar implica que el trauma está encarnado, que la vulnerabilidad es inherente, que los desafíos son reales, y que todos nosotros necesitamos cuidados y apoyo siempre. No sólo a veces, sino durante toda la vida. Y quiero insistir en que no podemos hacer esto solos.

En palabras de mi otro mentor, Fred Moten, ¿qué vamos a hacer ahora? ¿Cómo vamos a afrontar esto? ¿Cómo nos vamos a cuidar los unos a los otros?

Aquí es donde me encontré con los místicos, particularmente con el entorno del anarquismo místico. Todavía estoy en el comienzo de mi investigación, pero quiero presentarlo aquí como una posible solución. Pasaré por esta parte rápido porque espero que muchas de ustedes tengan otras posibles soluciones para compartir.

Empecé a pensar sobre el misticismo después de mi segunda crisis, en 2012. Después de un episodio maníaco que duró tres meses, me disocié durante dos semanas. Por si no lo saben, la disociación se siente como si hubieses sido arrancada de tu cuerpo y arrojada a un espacio abisal donde nada se mantiene unido. Durante este tiempo, no pude hablar ni entender el lenguaje, controlar o sentir mi cuerpo y, obviamente, no pude ir a trabajar.

En el occidente neoliberal, donde nosotros, especialmente los blancos, hemos sido condicionados a pensar en nosotros mismos y en nuestros cuerpos como sagrados, protegidos e invencibles, esta explosión del yo se siente como una destrucción violenta de todo lo que has conocido. Cuando volví a este mundo, esa larga lista de términos psiquiátricos del Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales [DSM, por sus siglas en inglés] me fue asignada, la más extraña de las cuales fue “trastorno de despersonalización”. Ser una persona “despersonalizada” fue, cuanto menos, aterrador. Pero también fue un consuelo saber que simplemente era algo causado por el trauma, un modo en el que el cuerpo se estaba protegiendo a sí mismo.

Me enviaron a una terapeuta que me salvó la vida. Su nombre es Linda Hoag. Si alguna vez tienen la oportunidad de hablar con ella, háganlo. Era una practicante del budismo zen y poeta, y simplemente me dijo: “En otra cultura, en otra época, te habrían considerado una mística”. No me dio libros como Tratar con las enfermedades mentales para principiantes, como me había ocurrido antes (es verdad; la mujer que me lo dio era freudiana). En lugar de eso, Linda me dio los escritos de Sor Juana Inés de la Cruz, Hildegard de Bingen, Julian de Norwich, Margery Kempe y algunos relatos sobre iluminación de monjas y monjes budistas. 

La hipótesis que estoy usando aquí sobre el misticismo es que es un estado de la experiencia que atenúa o desenfoca y entreteje y deshace (o en una palabra, “disocia”) los límites entre el yo y el otro, el mundo, Dios, la nada, la gracia, el amor. Dependiendo del autor, ese “otro” puede cambiar. Para Simone Weil fue el amor, para Marguerite Porrette fue la gracia. Muchos estudiosos antes que yo han visto el misticismo de estas mujeres como una forma de protesta feminista contra el patriarcado, la Iglesia, la ley. 

Cada una de estas mujeres hizo algo radical: no sólo obedecieron a sus propios cuerpos y mentes, sobre los que les habían enseñado que eran diabólicos, sino que apostaron por ellos. Se alejaron de la sociedad que los perseguía y escribieron sobre sus experiencias para alcanzar la comunión con “Dios”. Utilizo citas aquí porque esta fuerza se describe de diferentes maneras dependiendo del autor. Y todo tiene que ver con un proceso de difuminación del yo como un contenedor que nos separa del resto de todas las cosas.

Una acotación interesante es que los investigadores médicos han descubierto recientemente que el funcionamiento en red habitual del cerebro, que pueda entenderse como la localización física del ego o del yo narrativo, disminuye durante las experiencias alucinatorias en los cerebros de las personas que practican meditación y en el cerebro de las personas con esquizofrenia o trastorno bipolar. Así es que es interesante tener en cuenta que la barrera que separa el yo del mundo puede desaparecer, y puede hacerlo de un modo positivo. Las personas que han tenido “viajes” con frecuencia describen una conexión o unión con el mundo que no estaba ahí antes, por ejemplo.

Se está acabando el tiempo de esta charla, así es que voy a centrarme en la mística Marguerite Porrette, aunque le haré poca justicia haciendo sólo un resumen rápido de su trabajo. Porrette era una francesa del clan nómada y mendicante de los Beguines. Fue quemada en la hoguera en 1310 por herejía, principalmente por un libro que escribió y se negó a destruir cuando la Iglesia se lo ordenó. Se llama El espejo de las almas simples y aniquiladas que permanecen sólo en el anhelo y el deseo de amor. ¿No es precioso? Voy a decirlo de nuevo: El espejo de las almas simples y aniquiladas que permanecen sólo en el anhelo y el deseo de amor.

El libro de Porrette es una especie de manual de instrucciones de las siete etapas que hay que recorrer para alcanzar la gracia, que para ella significaba un camino hacia Dios a través de la aniquilación del yo. Anne Carson compara esto con la idea de la decreación de Simone Weil, que es “la desintegración activa de la criatura en nosotros”. Las siete etapas de Porrette son largas, pero compartiré una cita de una de ellas que creo que es de las más extraordinarias. Escribe que en la tercera etapa: “Uno debe aplastarse a sí mismo, piratearse y mutilarse, a fin de hacer un lugar lo suficientemente amplio como para que el amor pueda entrar”.

Siendo alguien que se disocia con frecuencia, y que siente una destrucción violenta de su cuerpo como si la luz y el vacío lo destrozaran, puedo decirles que esto me resuena profundamente. Además, dicho de una forma más mundana, alcanzar el lugar desde el que puedes pedir ayuda y aceptar amor puede sentirse un poco como si una parte de ti tuviese que ser destruida. 

Una anotación: la mayor parte de los místicos varones, cuando imaginaban la comunión con Dios, lo hacían como una conversación tranquila y serena sobre la razón. Mientras que para las mujeres místicas, como es lógico, era siempre corporal, entusiasta, erótica y arrebatada. Margery Kempe es descrita, por ejemplo, como una llorona incesante. Los lamentos y sonidos animales de las mujeres de la Grecia Antigua en los rituales religiosos dieron luz a la idea patriarcal de “histeria” y de que las expresiones emocionales de las mujeres tenían que ser silenciadas. Otro de mis ejemplos favoritos es Santa Cristina, la admirable, una mística belga del siglo XI que, según los informes, huyó al bosque porque estaba muy disgustada con las personas que la rodeaban, y sobrevivió durante tres meses bebiendo su propia leche materna. 

Bien. ¿Cómo responde todo esto a la pregunta de cómo nosotras, las mujeres enfermas, podemos afrontar juntas y cuidarnos las unas a las otras en 2015? Lo que fue tan herético del texto de Porrette y de la mayoría de los escritos de las mujeres místicas para los patriarcas es que la connotación política de esos estados místicos es básicamente comunismo, más concretamente algo llamado “anarquismo místico”. Si el yo es destruido, los conceptos de “tú” y “yo”, lo tuyo y lo mío, desaparecerán. No hay propiedad privada, por un lado. No hay violencia contra el otro. Porque eso sería violencia contra el yo, que se ha borrado, y que ahora está en comunión con todo. De este modo, la violencia contra uno es violencia contra todo, literalmente. Lo que une a una comunidad así es la solidaridad contra las instituciones patriarcales de la Iglesia, el imperio, la ley y la moral correctiva, razón por la cual es anarquista. Y, principalmente, una comunidad así está unida por el amor. Amor por Dios, o como sea que quieras llamar a la fuerza que es más grande que tú, y específicamente el amor que se ha convertido en la fuerza de tu propio cuerpo, mente y alma. Amor como el yo y el otro, una política del amor. 

Como Anne Carson escribió en su trabajo sobre Porrette y otros místicos, este tipo de amor es el acto de dar lo que uno no tiene. La noción de amor de Porrette es, como dijo Simon Critchley, “un acto de osadía espiritual que destruye al viejo yo para que algo nuevo pueda surgir”. Ese algo nuevo es una comunidad unida por el amor, en la que se cuidan los unos a los otros. 

Permítanme terminar diciendo que no estaría viva ni aquí esta noche si no fuera por un grupo de personas –muchas de las cuales están en esta sala– que han hecho de cuidarme una de sus prioridades. Cuando estoy enferma en la cama, en una silla de ruedas, como estaba hasta esta misma tarde, ellas vienen, me cocinan, me llevan al médico, me envían correos y mensajes cada día para decirme “puedes hacerlo”, y me muestran un tipo de cuidado al que ninguna de las instituciones de supuesto bienestar de esta sociedad ni siquiera se ha acercado. Solía ​​pensar que el gesto más anticapitalista que quedaba tenía que ver con el amor y el deseo, especialmente la poesía amorosa. Tenía la idea de que escribir un poema de amor y dárselo a la persona que deseabas era la resistencia más radical. Pero ahora siento que estaba equivocada. La manifestación más anticapitalista es cuidar a otra persona. La práctica históricamente feminizada, y por lo tanto invisible, de la enfermería, la crianza, el cuidado. Tomarse en serio la vulnerabilidad, la fragilidad y la precariedad, y apoyarla, honrarla, empoderarla. Protegernos los unos a los otros. Un parentesco radical.

Porque cuando todos estemos enfermos y confinados en una cama, compartiendo nuestras historias de terapias y ayudas, formando grupos de apoyo mutuo, escuchando las historias de trauma de los demás, priorizando el cuidado y el amor a nuestros enfermos, dolidos, dañados, caros y fantásticos cuerpos, y no quede nadie que pueda ir a trabajar, quizá entonces el capitalismo se acabará. Propongo que podemos intentarlo.

Para cerrar, quiero adoptar como lema la gran frase de la reina de nuestro tiempo: “Me he despertado así. Me he despertado así. Somos perfectas, señoras, díganselo“.

 Gracias.

Johanna Hedva

Texto original en inglés

La redacción de la presente traducción al español ha sido ajustada a los usos latinoamericanos por el equipo editorial de Ginecosofía.