Natalia Monasterolo
—¿Viste a la Pepa? —me pregunta la mujer bajita y marrón que siempre fuma en el banco de cemento ubicado bajo el nisperero. Las moscas arman complot ahí donde los frutos reventados y las chicharras, más lejos, cuentan chimentos.
Pienso en decirle que no, porque en ese lugar sólo la veo a ella, pero cuando agacho la vista un poco más, distingo una muñeca de trapo y goma, una pepona chiquita, apoyada contra las patas del banco. La Pepa, dicha así, suena vívida en la pregunta. Miro a la muñeca; en el lugar de los ojos hay dos agujeros negros. Igual, no contesto.
La bajita y marrón sigue fumando. Las yemas de sus dedos, los de la mano izquierda, brasean, sostiene el pucho, cortito, entre el pulgar y el meñique. Parece que en lugar del pucho está fumándose los dedos.
Dedos de nicotina, cigarrillos de dedos.
Fumar en el manicomio es latir en el cementerio.
El servicio de Salud mental del hospital regional de la ciudad de Bell Ville, al suroeste de la provincia de Córdoba, se inauguró en diciembre de 1968. Diez años antes habían sido construidas en el predio del hospital un par de salas destinadas a tratar ahí, entre el viento, la tierra y el pasto, las enfermedades del oxígeno. Las salas no se ocuparon y los afectados fueron enviados a otro hospital de la provincia ubicado en una zona con mejores condiciones climáticas. Años después , cuando las salas abandonadas se arreglaron y se construyeron algunas más, alcanzaron para armar el hospicio. “Hogar especial para oligofrénicos” fue el nombre que recibió.
Gradualmente, desde diferentes lugares del país, llegaron en colectivos verde olivo un centenar de personas a las que la ciencia y la lengua llamaron “retrasados”. Las retrasadas viajaron en naves grises, también con ruedas y ventanas, también con asientos de cuerina gastada, también con choferes que no hablaban. Traían muñecas en los brazos y la palabra “mamá” en el hueco que se arma cuando se separan los labios.
—Estelita está acá hace mucho, casi que es de las primeras —la jefa de sala acentúa ese recuerdo y marca, con sus maneras, que ella también está ahí desde hace tiempo. Tiene la historia grabada en la retina, en la parte trasera de los ojos—. Estelita —insiste con el diminutivo— debe haber tenido menos de veinte cuando llegó. Lee y escribe, es de buen nivel; también cuenta, hasta cien. No vaya a pensar que escribe prolijo, pero para lo que hay acá, lo que hace es un montón. Cuando iba a la escuelita, donde están ahora los talleres de cerámica y papel maché, escribía mucho. Cartas a la mamá, porque como habrá visto acá todas piden por la mamá, y también por los hijos, que es medio parecido. A esa muñeca con la que anda la trajo de Buenos Aires, de la Colonia, la dejaron ahí de chica. Imagínese que ahora, con más de setenta, la familia debe estar toda muerta, pero nunca la visitaron… O sí, una vez creo que vino una tía. Era parecida a ella, morocha, petisa. Después, no vino más.
Cuando los retrasados y retrasadas bajaron de los colectivos, la gente del hospital se fijó en las salas del Hogar; las camas estaban vacías, sin colchones, sin almohadas, sin frazadas y sin sábanas. Las ventanas no tenían cortinas; los comedores, muy pocas sillas. Era un lugar desnudo. Vieron, entonces, que los viajeros estaban igual: habían venido con lo puesto. Algunas mujeres traían carteras de cuero negro sintético, la mayoría despelechadas y con la cerradura falseada. Llevaban adentro labiales, frascos de colonia vacíos, pañuelos de tela y trapitos, muchos trapitos para los días en que el duende rojo se fugaba por sus vaginas. Otras, las “profundas” —según el idioma de los médicos— o las “gatosas” —según la jerga de las enfermeras—, no caminaban, se arrastraban; con esas, los días del duende rojo se convertían en los del diablo y la anarquía del demonio enloquecía las manos gruesas de las enfermeras.
Toneladas de ropa usada metidas en bolsas de plástico o acomodadas en cajones de verdura llenaron los espacios de cuatro baldosas en los que la gente del Hogar decidió instalar los armarios. Fue la donación la que, gradualmente, vistió las pieles, llenó las camas de colchones y frazadas y cubrió las ventanas. Los cuerpos huesudos de las internas se impregnaron de géneros ajenos y olores extraños; lo distinto se volvió homogéneo y ya no fue distinto.
Además, recibieron calzones. Algunos, grandes y apretados, fueron destinados para los días del duende o del diablo. Las que se negaron a usarlos, arrancándoselos como se quita una venda inútil, fueron tratadas de salvajes —“animalitos de Dios” para usar el idioma de la compasión.
La sala tiene forma de pasillo largo.
Desde el portón de ingreso, antes de cruzar un pedazo de pasto, los detalles empujan. Techo alto, en el piso una juntura de mosaicos, camas en fila separadas nada más por cancelas de cemento. Las paredes, todas, pintadas con acrílico blanco. “Por la mugre”, me dice la cocinera. “Las chicas ensucian y con esta clase de pintura pasás un trapito húmedo y listo.”
Cuando la escucho, pienso en la palabra “trapito”.
La mayoría de las internas fueron enviadas desde el hospital colonia Doctor Manuel Augusto Montes de Oca, ubicada al oeste de la ciudad de Buenos Aires.
Cuando las internas llegaron a Bell Ville, algunas ya habían gestado y parido. No traían a sus hijos pero hablaban de “bebitos”. Con el tiempo, las enfermeras descubrieron que no se trataba de sus muñecas. “Por acá”, decían las internas con la lengua agitada y las encías hinchadas para mostrar por dónde habían aparecido esos bebitos. “Acáaa”, mientras enterraban una mano en la entrepierna.
Pero es el olor, ese olor, lo que convierte a la sala en una palabra que no encuentro. Saladísimo caldo de gallina con alcohol y lavandina. Cuando la mezcla entra por la nariz, la sala habla, querella. El ostracismo sabe decir qué es lo que falla.
Las carnes enmohecidas, las pieles juntas, los músculos flojos, la palabra negada, la infancia estirada, vitalicia, la rebeldía aplacada. ¿Cómo se fabrica un humano en el baldío de los sentidos?
La esterilización es una mueca del manicomio.
Durante mucho tiempo, los cuerpos de las mujeres internadas fueron intervenidos quirúrgicamente para impedir la reproducción. Ser fértil y retrasada en un hospicio donde también circulaban varones adquirió el estándar de una señal: había que operar.
Recién durante el año 2021 se modificó en Argentina la regulación sobre contracepción quirúrgica y se estipuló que las personas con discapacidad tienen derecho a recibir información adecuada y a brindar su consentimiento para la realización de tales prácticas.
Cuando a las internas de Bell Ville les anudaron las trompas, los días del duende y los del diablo se llenaron de algodones; algodones rojos por todos lados, en las camas, en el piso, en el fondo del inodoro. La cirugía del nudo volvió abundantes las menstruaciones y los trapitos no alcanzaron para absorber la viscosidad de la sangre.
Como si el cuerpo, rebelde, después de tanto se revelara. Vomitó fuego, fuego líquido y morado. Un dragón con la garganta en la vagina, una garganta fabulosa, mítica. Tuvieron que ponerle un nombre.
La bajita y marrón me sigue. Me per-sigue.
Cuando salgo de la sala, ella está junto al portón, corre el pasador para que pueda abrir la puerta.
Si camino por el trozo de bosque gris que separa las salas de la Dirección, ella, ubicua, fuma apoyada contra un árbol.
Los días que recorro la quinta, está cortando remolachas y me mira.
Las veces que me arrimo a la escuelita, donde funcionan los talleres de artesanía, me saluda ni bien entro, con manos de témpera.
También la veo juntar yuyos, allá lejos, en las partes monte del hospicio, como si buscara brotes para armar pócimas, como si fuera una curandera o una bruja.
A veces pienso que es un fantasma, que en este lugar sin salida sólo la muerte hace justicia. Quizá de toda su existencia no quede más que la muñeca. Quizá si me acerco a tocarla descubro que Estela es ectoplasma, y entonces la muñeca, así, con el rostro de goma manchado, los agujeros negros y el cuerpo de tela relleno, está flotando en el aire.
—¿Y? ¿La viste? —me pregunta con su gesto.
Así es cada vez que la cruzo. La pregunta irrumpe, interrumpe.
—¿A quién? —respondo sabiendo lo que sigue.
—A la Pepa. ¿La viste?
Como siempre, no contesto, agacho la cabeza y sigo. Dejo atrás la pregunta, el sonido hueco de un interrogante cíclico.
Tuvieron que ponerle un nombre.
A esas menstruaciones abundantes y furiosas, igual que la sangre que brota después de una herida injusta, las internas, las retrasadas del manicomio, la llamaron La Pepa.
* Esta es una reconstrucción libre efectuada en el marco de una exploración con fines creativos realizada en el servicio de salud mental del Hospital Regional de Bell Ville, Dr. José Antonio Ceballos. Agradezco a las trabajadoras y trabajadores que hasta el momento han aportado su testimonio, compartiendo sus vivencias y recuerdos de la primera época. También a las autoridades, que amablemente me habilitaron el acceso a ciertos documentos, siempre con los debidos recaudos éticos que dicha tarea exige. A esos aportes debo el nombre de este texto. La Pepa, como me contaron invariablemente las personas con las que conversé, fue la forma que encontraron las mujeres para nombrar a sus menstruaciones, aunque ahora, coincidieron, ya casi no se escucha, “porque las que quedan acá son todas añosas”.
Natalia Monasterolo
Río Tercero, Córdoba, Argentina, 1978. Abogada, doctora en Derecho y Ciencias Sociales, magíster en Bioética y diplomada en Escritura Creativa. Ha publicado La mujercita vestida de gris. Relato de una subjetividad mal-tratada -en coautoría- (Eduvim, 2016), los ensayos: Derechos Humanos y Medidas de seguridad curativas en Argentina. De la biografía a la teoría (UNC, 2019), Suicidio y placer sexual. Una bioética del goce (Alción, 2021), Feminismo Inimputable. Deriva de un estilo roto (Eduvim, 2022) y las novelas: Eso que dicen las cosas (Buena Vista y Extática, 2022) y La fórmula de la mariposa o ensayo frustrado sobre la menstruación (Borde perdido, 2023). También, Dramaturgia vincular. Reflexiones de un proceso -en coautoría- (Buena Vista, 2023) y Mecanismo de Zaturazión (2024, Taller Perronautas). Integra Feministas Penalistas, un equipo de investigación-acción, focalizado en introducir las discusiones feministas en la enseñanza universitaria del derecho penal.