Sofía Esther Brito
Tuve rabia de ser niña y sentirme mal. Tuve vergüenza y fui, como muchas, criada en el tabú del susurro, en el miedo a la mancha y la revisión constante de las faldas plisadas en la escuela. Mi amiga Mari me dice que recién a sus 37 años, luego de un aborto, entendió lo que es tener un útero, cómo se siente. Ahora sabe que está ahí, ya que sangrar en cada ciclo nunca había sido sinónimo de doler. La experiencia menstrual es tan distinta en cada unx, está tan lejos de ese paso a ser mujer, como si pudiésemos pensar en una mujeridad como identidad fija. En mi caso, desde la primera vez que sangré, supe que estaba ahí, que definitivamente no son los ovarios lo que duele; que es cada contracción y su resonancia, su réplica exprimiéndose en el sangrado. Más allá o más acá del dolor, me reconozco como una persona que necesita sangrar en su propio ciclo. No ha sido opción utilizar mecanismos para que no me llegue la regla o se controle. He tomado pastillas anticonceptivas, ocupé un tiempo un dispositivo intrauterino, pero mi útero siempre ha dado señales para liberarse del influjo hormonal externo: síntomas depresivos, quistes y endometritis (esta última causada por el dispositivo como cuerpo extraño).
Me acostumbré a vomitar, sudar, a tenerles miedo a los escalofríos, a la fiebre. Hay veces en que quiero arrancarme el útero. Sacármelo. Los primeros años menstruantes fueron rabia por ser o habitar este cuerpo. Me sentía una casa disfuncional, así como si la mente fuera otra cosa ¿mejor? Como si en el desacuerdo de estas dos partes contradictorias, la voz de la cabeza tuviese siempre un desdén por la debilidad del cuerpo. Fue gracias a los movimientos feministas, a las reflexiones y experiencias de compañeras, compañerxs, que pude ir abriéndome a la pregunta: por qué todo sigue igual, si duele, si la cuerpa (y ya no solo el cuerpo neutralizado en la experiencia masculina como si fuese universal) está pidiendo otro ritmo, otros modos de gestionar la materialidad y sus flujos. Y es que ese estado de latencia entre la premenstrualidad y la menstruación, la memoria perdida de un tiempo no lineal, quizás más cíclico o espiralado, permiten la enunciación de esto de ¿ser/tener/habitar? corporalidades que no responden a los estándares de productividad delineados por el orden del tiempo masculino, lineal, siempre progresivo, siempre en avance.
Pensar el tiempo sangrante, doliente, me ha ayudado a comprender cómo decir, cómo empezar a narrar mis dolores, en plural. Puedo distinguir una contracción uterina de una puntada en la vejiga. Sé perfectamente de qué ovario estoy ovulando. Disfruto en el intento de describir el placer extraño de la inflamación cuando va en baja.
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Fibromialgia: una enfermedad crónica, dicen los médicos. Otra vez el asunto del tiempo. El calendario menstrual presupone un orden. Regularidad o irregularidad. Días antes y después de la regla. El tiempo fibromiálgico es caótico y permanente: alertas dolorosas que se expresan en cualquier momento, en cualquier lugar del cuerpo. En general, ya no me sorprenden tanto; es su intensidad lo que a veces no me da la posibilidad de activar a tiempo los mecanismos para calmarlas.
Los relatos sobre la fibromialgia también llegaron cargados de vergüenza. Ahora se reconoce como enfermedad, aunque tampoco es tan claro el consenso en la comunidad médica. En Chile, recién en febrero de 2023 se publicó la ley 21.531 sobre fibromialgia y dolores crónicos no oncológicos, que establece un deber de no discriminación. A quienes sufrimos ese dolor, que no necesariamente es señal de deterioro o conducción a la muerte, la jerarquía de las enfermedades nos sitúa en una zona residual. El diagnóstico es un proceso difícil, ya que se determina por la ausencia de otras enfermedades reumatológicas, neurológicas y autoinmunes.
Cuando pasaban los meses y el brazo no dejaba de dolerme, sin explicación alguna, la respuesta fue: histeria. Tenía 10 años. Recién a los 25, la sensación de que lo que me pasaba era una exageración/imaginación pudo transformarse con otros nombres. De algún modo, la palabra histeria como un no-diagnóstico peyorativo me desacopló de la experiencia doliente como algo real, como algo que merece ser hablado, contenido, más allá de la confidencialidad de una consulta psiquiátrica/psicológica, más allá de la razón por la cual te están pidiendo los exámenes de sangre. Pero como en cualquier duelo, pienso que no tenemos suficientes nombres para los dolores, que la exigencia de distinción entre dolor físico y mental entorpece nuestro modo de compartirlos. Hablar sobre la salud es complicado, sobre todo después de una pandemia mundial. La vuelta a la normalidad se construyó sobre el silenciamiento de las afecciones que trajo consigo el encierro, el aumento de la precarización y la violencia estatal. Cómo hablar más de aquello que nos ha enfermado. Cómo pensar de otro modo el tiempo, otro ritmo con base en nuestra materialidad y sus flujos.
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Escribo sangrante desde una cama en el centro de Santiago, la cual es mi escenario habitual desde que decidí que prefería una cama a una sala de espera. Hace cinco años esta “condición” de dolor constante se volvió más aguda y permanente. No he podido todavía titularme en la carrera que estudié. Pero en los periodos de reposo me di cuenta de que no era el Derecho, sino el proceso mismo de su escritura, lo que me llamaba la atención de las leyes. Trabajo en proyectos de edición de textos, en talleres sobre la oleada de procesos constituyentes, siempre con la sensación de que quizás no voy a poder llegar a los plazos, que no voy a despertar bien para asistir a reuniones. No me queda tan clara esa distancia entre lo público y lo íntimo. Dudo si debería andar con el diagnóstico colgado como un cartel o no. A quiénes contarlo, para qué contarlo, en qué contextos. La neurosis de pensar que las personas con las que trabajo van a pensar que estoy mintiendo o exagerando me atormenta, pero también la idea de tener que volverme una especie de panfleto sobre la enfermedad y sus implicancias.
He ido aprendiendo a entender la mecánica de los días peores y los días mejores, a abrazar aquellos dolores no tan terribles y vivir en la búsqueda (muchas veces agotadora) de mejores modos de gestionarlos (por ejemplo, tratando de aprender de experiencias de los grupos de Facebook y WhatsApp sobre fibromialgia, para conversar con compañerxs con experiencias similares, en general, habitar redes de apañe, talleres. Celebrar con todo los espacios en que logramos juntarnos presencialmente, dado que tantas veces más de algunx no puede llegar por el dolor, por la fatiga, por la depresión.
Tener fibromialgia o, como se llama ahora, síndrome de hipersensibilización central, quiere decir que mi sistema de sentidos transmite mal o con respuestas excesivas a través del dolor. En ese brote de neuralgia (siempre me ha llamado la atención que se le diga brote… ¿es que una enfermedad crónica podría echar raíces?) me apareció la fatiga crónica y la intensificación de diferentes punzadas, electricidades, ardores, en los brazos y la cadera, los tobillos, la espalda baja. También, retenciones urinarias: con mi vejiga a punto de explotar, tener que ir a urgencias a vivir la tortura de una sonda entrando por la uretra para drenar lo que mi cuerpo no era capaz con sus propios mecanismos. Mi día a día se va armando sobre los dolores con que amanezco, los que van apareciendo durante la tarde, los que no dejan dormir, los que pueden o no disimularse frente a lxs demás. Esperando que ojalá sea uno no tan terrible, ojalá sea como el dolor menstrual que al menos limpia, desintoxica en la ciclicidad de su aparición, que sé cómo gestionarlo con guateros, hierbas, antiespasmódicos.
Al menstruar todo se vuelve más intenso: la hinchazón generalizada, el cansancio, la imposibilidad de salir de la casa, la impotencia de no ser por mí misma, de depender de redes de cuidados, todo en el intento de no caer en una crisis que me haga necesitar alguna intervención médica.
En general, trato de pensar en cómo ir midiendo los ciclos entre una crisis de dolor y otra, sin que me agarre la desesperación de escapar de la sala de espera, de la hiperanalgesia, de pasar días sin poder más que dormir, de la sobre-intervención. Las retenciones urinarias son un buen ejemplo. Hace ya casi tres años que no tengo una, gracias al lento aprendizaje de que lo que mi vejiga necesitaba para distenderse era un guatero caliente y no una limpieza genital con agua helada. Que mientras más me sondeaba, peor respondía, y tenía que haber otra forma. Los ejercicios de respiración, el calor y el descanso requieren, justamente, otro tiempo, otros ritmos más pausados de sanación, menos invasivos, menos irritantes. Ahora puedo ir adelantándome a la retención. Aprendí a preguntarme cómo calmar los estresores para no tener que terminar en una sala de urgencias.
Creo que entiendo cada vez un poco más cómo leer el dolor, cómo gestionar mis tiempos de crisis, cómo ordenar mis afectos para ser cuidada, sin dejar de cuidar a otrxs por esta posición de ¿fragilidad? Como dice mi amiga Vale, que también sufre dolores crónicos, la fatiga y el dolor me contrarían por esa posición de la feminidad asociada a lo pasivo. Y es que una nunca quiere ser pasiva, ni frágil. “Querer es poder” se nos aparece como mantras del empoderamiento. Buscamos, seguimos ese paradigma de la mujer fuerte. Pero estar enferma es el constante antes podía/ahora no puedo, pedir disculpas, no estar, envolverse en fracasitos y fracasos más grandes, situarse en la debilidad y dolerse por el dolor, y por lo que el dolor provoca en las derrotas cotidianas de los microproyectos vitales. Por no poder trabajar lo suficiente, por no estar pudiendo hacer nada productivo, porque el dolor significa vivir y morir por un seguro de salud, en países sin derechos, por desesperación, por tener este y no otro cuerpo.
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Tuve que aprender que el dolor siempre tiene algo para decir, siempre habla. No necesariamente en el relato de origen psicopatológico de haber sufrido un abuso sexual en la infancia, que es la forma en que en algunas terapias se me presentó como la razón por la cual ahora estaba enferma. No en la necesidad de subir dosis de analgesia, sino en otros modos de comer, dormir e hidratarme. No en los discursos de autoayuda que llaman al empoderamiento y a probar todo tipo de terapias para lograr cicatrizar las heridas no sanadas de la niñez, las emociones no expresadas que la fibromialgia grita en el cuerpo.
Trato de pensar en relatos que me permitan habitar la fragilidad del dolerse, en la potencia del reconocimiento, en la ternura. Como propone Ursula K. Le Guin en su Teoría de la bolsa de ficción, quisiera comenzar a desacoplar los relatos tecno-heroico lineales, que piensan la progresividad de las historias en un punto de partida y de llegada. No es el trayecto de una lanza con el objetivo de cazar, sino aquello que nos permite recolectar: “una hoja, una calabaza, una cáscara, una red, una bolsa, un canguro, un saco, una botella, una olla, una caja, un contenedor. Un envase. Un recipiente”. En mi caso, pensar la fibromialgia desde una tecnología tan simple como el guatero. Mis herramientas son las plantas y tantos otros elementos que la cuerpa va necesitando para no caer en los fatalismos ni victimismos de que el dolor durará para siempre, que nunca voy a estar bien.
Trato de pensar en esta persona que soy ahora, que se desespera con las ganas de arrancarse lo que duela, tal como me desesperaba el útero en los primeros años menstruantes. Trato de buscar palabras para que la gente que quiero pueda ir entendiendo mis excusas constantes y para que vayan dejando de ser tales. Para construir confianzas en espacios donde no tenga que fingir ser fuerte/estar bien. Tengo el anhelo de poder ir trabajando en lugares en los que pueda hablar del dolor e ir reconociendo sus ciclos sin convertirme en una influencer de esa identidad dolorosa fija. Me contraría la reivindicación como fibromiálgica, enferma, porque el estar sana tampoco significa estar exenta de la afectación, de épocas de dolor y enfermedad. Espero que nuestra materialidad pueda reconocerse sin vergüenza de no ser lo que se espera, para potenciar sus puntos de fuga. ¿Si se aboliera el trabajo, si no viviéramos sobre la base del capital, de qué otro modo podría gestionar la cuerpa que soy? No quiero renunciar, como dice la Vale, no quiero dejar de politizar estas vidas de malestar, para que se hagan más vivibles para las dolorosas y quienes nos acompañan; para otra forma de vincularnos con la noción de salud, más allá de la dicotomía entre mente y cuerpo, entre el padecer individual y el colectivo.
Sofía Esther Brito
Santiago, 1994. Escritora feminista y egresada de Derecho. Coautora de La Constitución en debate (LOM, 2019) y compiladora de Por una Constitución feminista (Pez espiral, 2020) y Justicia feminista al borde del tiempo (LOM, 2023), entre otras publicaciones.