No queremos ser más esta humanidad.
Susy Shock
Así no va más. Así no se puede seguir. La pandemia pero también los incendios pero además las inundaciones pero a su vez el derretimiento de los glaciares indican que de este modo no, a este ritmo no. Greta y miles más, hace cuatro décadas y ahora, nos advierten: el reloj está corriendo, el tiempo de actuar es ahora.
De entre las miles de ideas, proyectos y políticas públicas ambientales, hay una referida al futuro de la vida humana: el antinatalismo. Se trata de una postura ideológico-filosófica que entiende el nacimiento de más seres humanos como un problema de índole político, ético y social. La premisa básica del movimiento antinatalista es parar de reproducirnos. Surgida a fines del siglo XVIII de la mano de los trabajos de Thomas Malthus, un economista clásico inglés, se relacionó con interrogantes demográficos: la población aumenta pero la comida no, hay más bautismos que entierros, y las relaciones geométrico-aritméticas de esos números.
Estas ideas ligadas a la Economía se relacionaron con postulados existencialistas –con preguntas por el sentido de la vida y el advenimiento a un mundo que inevitablemente causa dolor– y en esa línea, en la actualidad, grupos antinatalistas expresan discursos de corte eugenésico (no deberían nacer bebés en zonas de guerra, ni bebés con alta probabilidad de discapacidad o incluso en familias de bajos ingresos). El arco es amplio también entre lxs antinatalistas: lxs misántropxs expresan que el ser humano es despreciable y por tanto no es deseable su continuidad en este planeta.
Hoy en día –cuando ya existen experiencias de países que tomaron decisiones acerca del control de la natalidad o movimientos de mujeres que lideraron huelgas de nacimiento– a los aspectos mencionados se les suma la pregunta por la sustentabilidad ambiental. Lxs antinatalistas –muchxs veganxs, algunxs extremistas agrupados en el Movimiento por la Extinción Humana Voluntaria (VHEMT)– entienden que las personas no hacemos más que degradar ecosistemas a través de la contaminación, la crueldad animal, la deforestación, el calentamiento global y el consumo desenfrenado de energía no renovable, entre otros.
Si a todas estas razones las ponemos bajo un mismo paraguas –vivimos bajo un capitalismo terrible y despiadado–, la calidad de vida de nuestras sociedades es el terreno donde sembrar la pregunta sobre la descendencia.
De todas maneras, la población mundial no para de crecer, aunque ningún organismo público o privado tiene una cifra cierta ni nadie sabe si ese crecimiento es sostenible para el planeta o no. Quizás el interrogante no se responde sólo con el cuánto sino con el cómo: de qué modos lograremos vivir en la Tierra.
Como decisión macro –de esas que nos exceden por completo– está la de avanzar hacia un modelo económico no basado en combustibles fósiles. En lo micro, se despliega el ámbito doméstico (reemplazar lámparas de luz, lavar con agua fría, secar al sol, compostar, etc.) y las decisiones individuales (comer menos carne, reciclar, usar transporte público, etc.). En la cima de esa lista, dicen lxs especialistas: tener unx hijx menos. Literalmente unx menos o ningunx. Tamaña conclusión de algunas investigaciones, con un enfoque que excede las emisiones de carbono o la huella hídrica de cada individuo y se fija en el bienestar del conjunto.
Ahora bien: ¿a quiénes estudia como ciudadanxs-consumidorxs este tipo de investigaciones? ¿A quiénes les habla? Una vez más, la pregunta es por la desigualdad. Dado que es imposible existir sin contaminar, es esencial atravesar el interrogante ecoambiental con un posicionamiento de clase. Un ambientalismo sin esa perspectiva es ecofascismo.
¿A quién se le exige que reevalúe sus prácticas de consumo? ¿A quién se le pide que no desperdicie agua? ¿Está estudiado que consumen más (recursos) quienes más hijxs tienen? ¿En qué hemisferio? ¿Con qué lupa?
La capacidad de decidir sobre temas ambientales es privilegio de unxs pocxs. ¿Dejo el auto y voy en bici? Y si se trata de la necesidad de cambiar el comportamiento humano para no estallar el planeta, cabe la pregunta: en esto de tener hijos, ¿qué es lo menos sustentable? ¿Cómo es posible criar sustentablemente?
En relación a la reproducción de nuestra especie, hay tensiones –y cómo no: lo personal es político por vez mil– entre la decisión soberana de las personas sobre sus cuerpos y los condicionantes morales, religiosos, educativos o sanitarios en buena cantidad de países: aborto o esterilización son opciones de las que pocas sociedades pueden disponer en libertad. A su vez, la tensión derecho-deseo de mater/paternidad está a la orden del día: abundan las parejas dispuestas a gastarse cantidades infames de dinero, someterse a tratamientos médicos o subrogar vientres a la distancia –prácticas entendidas como derechos– para conseguir su sueño de tener hijxs. Al mismo tiempo, los marcos regulatorios de adopción de bebés y niñxs laten a ritmos lentos, ahogan las buenas intenciones en burocracias y lastiman la vida de quienes necesitan abrigo familiar. Si le añadimos el tráfico de bebés, esto se transforma en un monstruo de mil cabezas.
Apenas irrumpió la pandemia por Covid-19, algunas primeras intervenciones públicas se preguntaban por el origen del virus y ensayaban articulaciones para comprender su propagación. Otras voces discutían el concepto de “normalidad” y auguraban esperanzas sobre la constitución de nuevos órdenes, de otras normalidades. Dejando de lado las repercusiones conspiranoides (creación de laboratorio, 5G, invención político-massmediática) hay, desde distintas perspectivas, cierto acuerdo en que el modo en que bajo este capitalismo salvaje logramos vivir y sobrevivir es la llave para comprender esta pandemia (y la amenaza de otras). El desprecio con que nos relacionamos con la Naturaleza, las maneras de producir comida, de generar basura, de romper ecosistemas para armar complejos de viviendas, de trabajar/consumir/trabajar, de desactivar redes, todo eso y mucho más forma un entramado del que somos parte, nos guste o no. La pregunta por cómo salir de este laberinto presenta una gran complejidad: hay menos respuestas que preguntas y sin dudas todas juntas se llaman futuro.
Texto: Carolina Irschick
Ilustración: Pri Barbosa
En primera persona
Melisa Wortman, editora de Ginecosofía y comadre
Elegí no gestar ni parir. Pero eso no significa que haya elegido no criar. Comparto crianzas, en roles mutantes según las ganas y las circunstancias espacio-temporales. Soy comadre de la autora de esta nota, que me eligió madrina de su primer hijo. Vivimos a 900 kilómetros, por lo que nuestra circulación afectiva y los modos de estar presentes deben alimentarse cotidianamente de mucha creatividad.
Además, acompaño la crianza de unx niñx de 5 años junto a su mamá y su papá, sin vínculos sexo-afectivos entre nosotrxs que sostengan la dinámica. Esx niñx pasa (de mínima) un día a la semana en mi casa, donde al mismo tiempo vivo con una amiga y su bebé de 1 año. No somos pareja; somos compañeras de crianza y de casa. “Madrina-concubina”, “vice-madre”, “padre”. Me llaman de mil maneras pero cualquier intento de definición limita. No decidí la llegada al mundo de estxs niñxs, pero sí ser una de sus guardianas, aquí y ahora. Elegir tener unx hijx es una decisión y yo estoy tomando otra, con otros modos de responsabilidad y entrega. Ni más ni menos; ni mejores ni peores. Distintos.
Criar en comunidad es más sostenible desde muchas perspectivas, no sólo la ambiental: recupera algo del tejido que el capitalismo nos desteje; ayuda a que sea más llevadero, más liviano, menos abismante; alivia la sensación de dedicación full-time; permite que lxs xadres recuperen saludables tiempos de soledad e intimidad; posibilita lazos únicos de lxs niñxs con variadas figuras que se convierten en referentes afectivos y de confianza; nos hace sentirnos menos solxs (¿por qué esta persona que no es mi mamá decide estar a mi lado?). Más atención, más ojos, más escucha, para el cuidado de las infancias, que siempre necesita un poquito más. Y también para el cuidado de lxs grandxs. ¿A qué xadres no les mejora la vida unx tíx disponible, en la casa, regalando abundancia y amor en forma de tiempo, energía, atención, una comida, un cuento? Y no sólo en forma de una visita ocasional o explicada por lazos de sangre. ¿Por qué no con-vivir? ¿Por qué no elegir con quiénes y simplemente ir, compartir la logística, la dinámica cotidiana, la entrega, las decisiones, los gastos, la responsabilidad? ¿Por qué no airear el núcleo? ¿Por qué no darles lugar a las múltiples formas que puede tener la tarea de criar?
Algunas personas no estamos dispuestas a la entrega total que implica criar en el rol de padre/madre en los modos occidentales y modernos. Pero esa claridad no acarrea que debamos despedirnos de la posibilidad de vincularnos profundamente a través de roles de cuidado a los que cuesta ponerles nombre, porque se inventan, se definen en cada singularidad. Criar, para mí, implica un compromiso afectivo, temporal, económico y muchos etcéteras, entre ellos, un hacer cotidiano que –con la ternura, el deseo y la libertad como únicas herramientas– apunta a la sustentabilidad del conjunto: al bienestar psíquico, familiar, comunitario, social y ambiental.