Romi Rodríguez Merino
Menstruar desde un cuerpo trans masculino es, ante todo, un acto de rebeldía. Mi cuerpo sangra cíclicamente, compartiendo con una parte importante de las mujeres la experiencia de sentir cómo baja por tu entrepierna la cálida sangre, en un flujo de personalidades cambiantes, a veces suave, a veces como una ola de sangre coagulada, cuya observación no deja de parecerme algo escalofriante, como si una parte de mí hablara de una vida no concebida.
No ha sido un tránsito fácil abrazarla tal como llega a mi vida. Muy por el contrario, menstruar en una identidad masculina ha sido parte de un proceso de aceptación corporal, que fui tejiendo en rebeldía con los parámetros sociales, que han naturalizado el sangrado como una manifestación corporal sólo de las mujeres biológicas (grupo humano al que a su vez se le ha limitado determinando en su sexo también una identidad femenina y la heterosexualidad obligatoria). Rebelarnos colectivamente ante esos determinismos nos ha costado el peso de una violencia que llega hasta el asesinato y —en muchísimos casos también— el suicidio. La gama de violencias anteriores a esta manifestación cúlmine es difusa y difícil de nombrar sin caer en simplificaciones. Por esto, me atrevo a decir que la lucha ante el determinismo de nuestros cuerpos sexuados es un acto revolucionario.
Estos parámetros se han perpetuado más allá de nuestra resistencia, siendo un grito ausente en diversos lugares. Esta situación clava en mí una preocupación constante por la vida de les niñes trans, a quienes los discursos binarios les restringen el camino, pues es celebrada su menarquía como un hito de paso a ser una mujer, cuestión que por supuesto les despierta un enorme dolor.
Por otra parte, hay familias e instituciones que acompañan a las niñeces trans. Advirtiendo este potencial malestar en los niños, han actuado como portavoces de la hormonación temprana u otros procedimientos para evitar la menarquía. En esta forma de accionar no es menor comprender que hay temores en la adultez cisgénero sumamente legítimos. Familares y referentes afectivos cercanos a las niñeces trans buscan allanar un camino sinuoso, complejo y de múltiples formas violento. No obstante, sostengo que mientras sortear los cambios físicos de la pubertad sea en diálogo con los estereotipos del género binario, habrá en el deseo de intervención de los cuerpos trans a edades tempranas la perpetuación de un parámetro social, o en otras palabras, si el temor es lo que motiva el cambio, lejos de ser una acción libre, autónoma y reivindicativa, la intervención puede caer en la limitación de los potenciales y diversos caminos de tránsito de les niñes trans. Me parece relevante mencionar esta cuestión en este escrito, en tanto considero importante, e incluso urgente, que las infancias en general y los niños trans en particular sepan que también los hombres menstruamos. No sólo se evitan posibles dolores existenciales resistiendo los caracteres secundarios de nuestros cuerpos, también elevando firme la voz de que los hombres que menstruamos tenemos senos, vulva, etc. y no por eso somos menos hombres.
Ante la tensión señalada no tengo un modelo de acompañamiento, por lo que comparto más bien mis interrogantes, me pregunto: si las niñeces trans masculinas reconocieran que los caracteres secundarios de su cuerpo no pertenecen exclusivamente a las mujeres, ¿rechazarían su menstruación? ¿Verían la menstruación como un hito de paso que es imperativo evitar? Y así con otras características de los cuerpos, como el desprecio por los senos, las caderas y la voz, entre otros.
Soy un trans masculino que ha optado por un camino alternativo a las vías médico-legales. No he pasado por procesos de hormonización, ni cirugías y tampoco por el cambio de nombre y sexo legal. Soy un hombre menstruante y en mi actualidad no es algo que me produzca rechazo. Al igual que mis otras características corporales, no creo que un hombre se limite a ser una corporalidad única; muy por el contrario, presentamos cuerpos sumamente diferentes en sus expresiones, identidades, aptitudes físicas, posibilidades sexuales y de procreación, entre muchísimas otras variables que podríamos considerar al momento de dar sentido a qué es ser un hombre.
En una sociedad binaria, ser un hombre con un sexo corporal leído biológicamente desde el nacimiento como mujer me implica llevar un apellido infranqueable, ser un hombre trans. Si bien hubo un tiempo en que este apellido me pareció sumamente doloroso, esa tristeza ha mutado en una hermosa revelación: ante esta sociedad, “mi rebeldía es estar vivo”, mi sola existencia caminante es una verdad viviente. El binarismo es una falsedad naturalizada. Tenemos como humanidad la potencia de determinar nuestra identidad, libertad que se balancea con las posibilidades de permanecer vivos. Cada día es un acto de resistencia ante ese discurso trans-odiante de llamarnos “ideología de género”. Somos una idea que trabaja, que se pasea por las calles, que entra a sentarse en el mismo colectivo, que corre en una plaza, que limpia su vagina sangrante en los baños. Entonces, les rebota en la cara: les trans somos mucho más que una idea flotante en un discurso, somos personas.
Finalmente, comparto que le agradezco a la vida la posibilidad de ser, y de ser un ser cíclico, que me permite acordarme de mi cuerpo, de mi emocionar, manteniendo mensualmente una cita obligatoria conmigo mismo. Reconozco también que esta es mi decisión actual, y que no es determinante, soy un sujeto en movimiento y es mi anhelo que sean abiertos los caminos para las diversas masculinidades trans, en sus diferentes etapas vitales, que ser trans no sea equivalente a rechazar el cuerpo a través del que habitamos nuestra existencia, esa corporalidad que sostiene nuestras vidas. Muy por el contrario, deseo para las comunidades la oportunidad de entregar un abrazo incondicional a nuestras cuerpas y abierto a sus posibilidades cambiantes, en pro del goce, del deseo de amar y de vivir, que como pueblo trans no sólo seamos sobrevivientes, sino, por sobre todo, personas capaces de reír a carcajadas mientras creamos con orgullo, dignidad y rebeldía una sociedad donde las diferencias puedan danzar armónicas, disonantes, libres. Esta es mi esperanza.
Romi Rodríguez Merino
Nació en Santiago de Chile en 1991. Antropólogo Social y Profesor de Lenguaje y Comunicación, Universidad de Chile. Autor de la tesis “Transexualidad masculina. Vivencias de la disforia de género” y del relato “Soy un hombre transexual”. Actualmente se desempeña como profesor de enseñanza media en la educación pública en contextos de alta vulneración social, y profesor asistente del Instituto de Pensamiento y Cultura en América Latina (IPECAL). Desde el año 2017 es miembro de Asociación CreA, organización sin fines de lucro, que trabaja en pro de la expansión social (inclusión) educativa y cultural.