La madre pide ver a su hijo por última vez. No necesita despedirse. Ya lo hizo. Algo en su interior la insta a enfrentar lo que ha dejado la muerte. La conducen a una sala. Su hijo yace en el mismo lugar donde lo vio nacer. La ironía es innecesariamente hiriente y desata un torbellino de emoción descontrolada. Junto a él hay una planilla que indica “Óbito dos puntos” y la hora en que falleció. Le incomoda ver a su bebé reducido a esa palabra y que se objetive algo que le duele tanto. Le genera angustia que se haya transformado la muerte en una cuestión privada. Saberse sola ante ese dolor la aterra. Sentirse desamparada también.
La han dejado a solas con su hijo. Lo mira y se siente agradecida y desgarrada en simultáneo. Lo han vestido y dispuesto en una cuna, como si pudiese homologarse el “óbito” con un sueño profundo. Pero a ella no le parece un bebé dormido. Nota las marcas de una infructuosa lucha existencial. Duelen como si también le pertenecieran. En ellas se ha dirimido el destino de su hijo y su propia humanidad. Ve a su pequeño, vaciado de vida. Y se ve a sí misma, vaciada de lo que ha sido hasta entonces. Ve en su hijo un vacío indefinido. En ella, una plenitud de impresiones desmedidas. Su cuerpo se siente insoportablemente liviano. Su piel apenas tolera la ropa, exigida por contener un interior que estalla. El corazón se desboca cuando la invaden en simultáneo registros del parto y de ese bebé inerte. Late rápido y desmesuradamente fuerte. Su respiración no puede domesticarlo. Ni alcanza para alterar la sensación de eternidad que ha impuesto el tiempo. Se siente fuera de toda medida, aunque parezca que no desborda. Sólo su mirada, oculta entre lágrimas, delata la implosión.
Regresa a la habitación. La reciben abrazos que intentan suplir palabras negadas a aparecer. Recoge sus cosas. Atesora las de su hijo en el mismo bolso que armó para recibirlo. En ese lugar ya no hay rastros de ellxs, ni de lo vivido esos días. Parece inverosímil que un evento tan atroz pueda invisibilizarse. Su marido le toma la mano. También se siente cambiado. Pero no está paralizado. Sabe que es preciso reencontrarse con lxs otrxs hijxs y sentir juntxs esta muerte. Ella asiente contrariada. Irse de allí libera las distancias que irán interponiéndose entre ella y su bebé.
Estar en casa es desconcertante. Los recovecos aguardan todavía la llegada del recién nacido. Hacen que el tiempo vuelva sobre sus pasos. Ofrecen un inesperado refugio. Pero el escape dura sólo un instante. La ausencia es ineludible; se expresa en objetos que han quedado liberados de propósito y de propietario. Lxs hijxs los juntan cuidadosamente para quien pueda necesitarlos. Preservan algunos. Intuyen en esa materialidad un antídoto contra el olvido. La madre lxs mira atónita. Sus acciones la superan, igual que sus preguntas. Reclaman el relato minucioso de su hermano en todos sus momentos. Necesitan llenarse de él en la memoria. El padre se convierte en cronista de esos días. La madre apenas puede pronunciar palabra. La envuelve el silencio implacable de lo que todavía no puede ser dicho.
Mira a su familia como un observador externo. Siente que ya no es parte y que esxs hijxs también se le escapan. Se apodera de ella una profunda soledad. Y la sensación inconfesable de no sentirse madre.
Además de licenciada en Sociología, doctora en Filosofía y docente universitaria, Ailin Reising es una mamá a la que las vueltas de la vida acercaron a la reflexión sobre la muerte y las emociones.
A cuatro años de la llegada y la pronta partida de uno de sus hijos, toma coraje y pone en palabras su dolor y sus procesos. Porque la palabra es el mínimo código común en que podemos compartir situaciones siempre tan únicas, pero también tan eco de dolores de otrxs. Al leer su duelo como una oportunidad de dialogar con esos otros dolores, deja de ser “su propio duelo” y toma una dimensión compartida que lo saca de ese lugar al que culturalmente este tipo de pérdidas está condenado: la esfera de lo íntimo, lo personal (a lo sumo, familiar), pero en silencio respecto del resto del mundo.
Contundente y tierna, como es ella, nos regala sus «Escenas de duelo perinatal».